Experiencia de misionero en Zongolica, Veracruz

Experiencia de misiones en Zongolica, Veracruz. Invierno 2010

Contexto: Parroquia de San José de la Montaña en Temaxcalapa, perteneciente a la Diócesis de Orizaba, Veracruz. Es el segundo año que van jóvenes que comparten la espiritualidad ignaciana acompañados de jesuitas.

Rostros curtidos por el sol, niños y ancianos con los pies descalzos. Una capilla con piso de tierra y maderas, como la de Acteal donde fueran acribillados nuestros hermanos en 1997.

Los ministros Balbina y Delfino, fueron las primeras personas que salieron a mi encuentro con hermanos de ésta Iglesia autóctona. De pronto me encontré caminando tras ellos hacia “Terrero” y pude vislumbrar lo que sentiría Juan Diego camino de Tlatelolco. Tuve mi Tepeyac por algunos minutos. La diferencia es que en vez de huizaches y nopaleras, acá contemplé las matas de café, naranja, lima, mango, aguacate, plátano, guayaba, etc.

Miradas de admiración al ver a un barbón con facha de extranjero. Saludando, agradecí la oportunidad de estar ahí con ellos. No se si me entendieron todo lo que dije. Pero les hablé de Juan Diego, luego me salté el rito de la paz, del Padre Nuestro me fui directo al de la Comunión. Al final Balbina, la ministra, me lo hizo saber fraternalmente.

En estas misiones, mis primeras en comunidades indígenas, al principio sentí mucha incertidumbre, ¿Cómo me comunicaría con ellos?. Después confirmé que la lengua no fue una barrera. Nos recibieron y nos comportamos como verdaderos hermanos, comiendo en la misma mesa, compartiendo los alimentos, las alegrías, los dolores…

Me alegré con la neblina, las montañas y el agua siempre corriendo. Había vida por todas partes. Pude sentirme como una hormiguita avanzando lentamente en las angostas veredas-precipicio como las de “El Señor de los anillos”.

El tiempo no existe… parece que no pasa. Sin embargo, los hombres y las mujeres trabajan en el campo, salen muy temprano de sus casas de madera. Van por leña, la traen a cuestas hasta sus casas. No todos tienen mulas. De la misma forma acarrean el agua. El primer día visitando casas nos encontramos con una mujer cosechando ejotes, otra cosechaba las vainas de frijoles negros. Un hombre cortaba flores amarillas, quizá para el altar de su casa. Prácticamente todas las casas que visitamos tenían un altar en algún lugar, con imágenes, estampas, y hasta estatuillas de la Virgen de Juquila, de la de Guadalupe, de Santiago Apóstol, de Rafael Guisar y Valencia, de otros santos.

LOS FRUTOS…

Cómo olvidar aquella cruz de piedra entronizada un 23 de noviembre, en la fiesta del padre Pro, donde la primera vez que fui a Tecpanticpac descansamos el cuerpo y el espíritu. Y donde al regresar con mi equipo, tras los días de “posadas extremas”, hicimos un alto para hacer oración y recoger todos los valiosos frutos de la experiencia.

Aprendí a ver con más profundidad a los niños, a ser hermano en las casitas de madera con piso de tierra, a contemplar agradecido la naturaleza, a confiar en la creatividad y la iniciativa de mis hermanos misioneros, a agradecer por las ancianas que todos los días caminaban descalzas a las posadas, entre el barro y el frío.

Los hermanos indígenas de la sierra de Zongolica me enseñan que he de darme tiempo para escuchar al corazón. Me confirman que para ser feliz no hace falta tener, sino ser y disfrutar la vida. Contemplándolos en sus labores confirmé también que la mejor manera de entregar la vida es el servicio y el trabajo por los demás. De su sencillez brota una gran fuerza, una fe profunda que los hace enfrentar sus penas y sus dolores, que los lleva a vivir sin temor, luchando por tener el pan de cada día para sus familias. Nos enseñan que en medio de las calamidades de la pobreza hay esperanza, que somos más felices si vivimos con simplicidad.

Lentamente fui entrando en sintonía con la comunidad Náhuatl intentando dejarme llevar por el Espíritu. Confiar en Dios y en mis hermanos hizo que me quedara con el corazón inflamado de Consolación. Dios me concedió una alegría profunda y la gracia de la confirmación de mi vocación como jesuita. Consolado, contento y cansado.

Rostros concretos.

Una de las vivencias que más me impactó fue el encuentro con una anciana que vivía sola. Al principio no nos quería recibir, pero nuestro guía, Pascual, algo le dijo en Náhuatl, que hizo que abriera la puerta. La vi y sentí compasión por ella. Había perdido un ojo por una catarata, y el otro ojo ya lo tenía enfermo. Entonces hicimos una oración por ella en el quicio de la entrada de su cabaña, unos sentados, otros hincados. Por un momento puse mi mano sobre su cabeza y cuando la retiré pude ver las lágrimas en sus ojos. Dios nos hizo sentir su Amor, yo me sentí su instrumento.

La noche del 21 de diciembre nos reunimos los misioneros en la Parroquia y compartimos nuestra experiencia de misiones. Algunas de las frases, sentimientos e ideas que escuché de la boca de los misioneros, y me conmovieron más son las siguientes:

“Los niños y las mujeres cargan con garrafones de 20 litros, van a los nacimientos de agua. Me hizo valorar que en la ciudad, en nuestras casas, solo tenemos que abrir la llave y tenemos agua para bañarnos, para lavar ropa o trastes”.

“Esperaban que comiéramos nosotros primero, y ya después si sobraba algo, comían ellos. Nos daban todo lo que tenían”

“El regalo mas valioso lo encuentras en lo más sencillo: la alegría de un niño por tener un dibujo en sus manos”

“Los indígenas náhuatl son muy trabajadores. Pero les pagan muy poco por su trabajo, siento impotencia, coraje… (lágrimas)…”

“El Reino se construye desde lo pequeñito: compartir y agradecer por los alimentos, como Jesús lo hacía”

“Un niño me dijo: >Tengo un sueño: estudiar una carrera. Pero sé que nunca lo haré porque mi papa no tiene dinero<”

“Saber que las cosas no están completamente en nuestras manos… tienen mucha fe y esperanza, y no esperan milagros…”

“Una ancianita coloreando me inspiró la imagen de la ternura de Dios en nuestras vidas”.

“El padre les regalo pintura. Inmediatamente se pusieron a pintar la capilla y como no tenían brochas, pintaban con trapos amarrados a un palo. Algunos dejaron su trabajo y su familia para pintar la capillita, dejan lo que más quieren por la Iglesia, por Dios…”


Al final, el Padre Román nos dijo: “Ustedes ya conocen a qué sabe el pan de los pobres. Han experimentado a qué sabe ser alimentado por los pobres…” y todavía con lagrimas en los ojos sentí que una Paz profunda invadió mi espíritu. Me encontré rebosando de agradecimiento a Jesús, mi hermano…