Cada año a los escolares jesuitas
de primera etapa[1]
nos envían por tres semanas en el periodo vacacional de diciembre a colaborar
en algún proyecto, de preferencia jesuita.
Es así como el pasado diciembre,
Nerio, Marcos y yo emprendimos la aventura (entre el desconcierto y el temor)
de estorbar lo menos posible en el albergue para migrantes: “De Canal
Guadalupano”, ubicado a las afueras de Tierra Blanca, Veracruz; que es dirigido
por Dolores Palencia, religiosa de San José de Lyon, y Rafa Moreno Villa (un
sacerdote Jesuita), entregado a la misión.
No abundaré en la organización
del albergue, sólo decir que viven de la caridad y buena voluntad de los
habitantes de la comunidad y la región. Las comidas son sencillas a base de
frijol y arroz blanco y, cuando hay una donación pollo en sopa de pasta; estructuralmente
el edificio tiene sus limitaciones, pero las actividades se realizan con
entusiasmo y grande ánimo.
Para mí la experiencia fue la de
un Jesús que se encarna en la gente. Un Jesús hondureño, salvadoreño,
nicaragüense, guatemalteco e incluso mexicano o estadounidense. Creo que el
Reino es uno, de ahí que se hace necesario encontrar aquello pequeño que nos
hace semejantes a todos los hombres y no centrarnos en las grandes diferencias
que alimentan nuestro egoísmo y nos deshumanizan. Sólo así, podremos decir que
seguimos y servimos al Jesús que se nos anuncia en los Evangelios.
Tener los sentimientos del
artesano es acoger a los más desvalidos, esos a los que la sociedad llama:
“rateros, cochinos, matones, cáncer social, escoria.” La misión no es fácil
pero la fórmula está al alcance de todos, como lo decía el Padre Arrupe[2]:
“enamórate, permanece enamorado y ello lo decidirá todo, determinará lo que te
haga saltar de la cama en la mañana, lo que hagas con tus atardeceres, cómo
pases tus fines de semana, lo que leas, a quien conozcas… ”. Un amor que va más
allá de mis propios límites, de mi vulnerabilidad, incluso de mi lógica, porque
no es asunto de la razón sino del corazón.
Esta gracia recibida –y lo digo
con profunda humildad- me llevó a ver en el hermano migrante al Jesús que se
encarna, el que aun en la actualidad vive su viacrucis. No es fácil
experimentar el coraje, la frustración, el dolor de tanto daño causado al
hermano migrante. Descalzo, con los pies a reventar, con el rostro destrozado
por los palos recibidos para arrancarle su mochila cuyo único botín es un
suéter y tres tortillas para el viaje. “Qué bueno que abusaron de mí” dice una
hermana migrante, “porque así todos seguimos con vida.” Otra voz a lo lejos me
anuncia: “Hermano, no llevamos nada encima, el frío y el hambre calan, pero el
cobijo de Dios nadie nos lo quita, ya verá como nos será propicio para llegar
con bien a nuestro destino.”
Bendito baño del albergue que
recibía mis lágrimas, mi furia, mi descarga afectiva; el único espacio en el
que podía estar conmigo y de cara a Dios, controlar mis sentimientos y seguir
firme en la misión.
De sus vidas e historia
familiares mejor no cuento, básteme decir que son como las de Lázaro (el leproso)
y el rico de los Evangelios: a veces ni las migajas que caen de la mesa les
tocan, pero seguro estoy como ellos dicen, que Dios les tiene preparado un
banquete mejor. Si algo encontré con
esta gente es evangelio, buena nueva, fe que se hace vida y se encarna.
Así es la historia de cientos de hermanos centroamericanos
que pasan a diario por el albergue, esos que les llaman migrantes porque no
tienen papeles, sin saber que les fueron arrancados a golpes durante su ingreso
a México, ya sea por el crimen organizado o por quien se supone son los
encargados de protegerlos. Si la suerte les acompaña la vida no se les arranca del todo y pueden relatar lo que
vivieron, pero muchas de las veces les quitan la vida y con ellas las
esperanzas, y así, sin identidad, se van a una fosa común que de común sólo
tiene la violencia e injusticia que ofrece un Estado mexicano (incapaz de ver
por los desvalido) a los que yacen en ella. “Vayan en paz” dicen los hermanos,
“Dios los espera, ellos ya llegaron, Jesús regresa al Padre para seguir velando
por los que continuamos nuestro camino.”
Si algo me
queda de esta experiencia es el seguir firme en este estilo de vida, la vida
religiosa en la Compañía de Jesús. Queda mucho por hacer y seguro estoy que
Jesús se seguirá encarnando y me saldrá al encuentro cuando menos lo espere; es
por ello que lo aguardo con los sentidos atentos.
Mis navidades desde que ingresé a
la Compañía de Jesús (6 años) han sido distintas, especiales, Antes era la
añoranza de la familia, ahora es la de estar con el pueblo, con la gente
sencilla, ahí donde el pavo y la soda saben a esperanza. Es la promesa de que
nace un Jesús, un Dios con nosotros, y junto con él a caminar los más de 2,500
km que nos faltan cuesta arriba, rumbo al norte.
Agradezco al equipo del Albergue
“De Canal Guadalupano” por la oportunidad de compartir su caminar de vida, y
como dicen los hermanos migrantes: “Dios los siga bendiciendo en su misión.”
Gracias a la Compañía de Jesús, a
la Provincia mexicana por formarnos en frontera y confiarnos tales misiones que
nos sacan de nuestra comodidad. Como una vez me dijo un buen amigo jesuita: “el
buen acero se hace a fuego y muchos golpes,”. Y así seguimos, en el camino,
aguardando que el tren llegue pitando y
cargado de esperanza centroamericana; seguro estoy que nunca más volveré a escuchar
el tren de la misma manera, porque una parte de mí, de mi corazón, quiere seguir
ahí, en las vías, tal como lo habría hecho Jesús.
Joel E. Arellano
Guillén, Sj.
Escolar jesuita de
primera etapa.