Autobiografia Ignacio

Poco antes de morir me pidieron que contara cómo me había ido llevando el Espíritu de Dios. No sé si quienes querían conocerlo se quedaron satisfechos de mi relación porque el hecho es que no la publicaron. Más difícil me va a resultar decírselo a ustedes, que viven en otro tiempo y sobre todo en otra cultura. Pero como tratar de ayudar al prójimo forma parte del don de mi conversión, voy a intentarlo de nuevo.
Existen varios espíritus: el de Dios estimula el propio dinamismo y lo encauza a su destino
Lo primero que quisiera decirles es que el Espíritu no parece actuar desde fuera de uno y al margen de lo que uno es. En mi caso ciertamente se apoyó en el objetivo central de mi vida. En palabras de mi época, que se expresaba en buena medida en el horizonte grecolatino, lo que yo buscaba era la gloria y no cualquier gloria sino la mayor gloria posible. En los términos de ustedes, yo buscaba reconocimiento. Pretendía que todos reconocieran mi valía. Buscaba, por tanto, un reconocimiento en base a méritos, en mi terminología en base a hazañas, es decir a hechos difíciles, que entrañaran un bien, un aporte, muy notable a la sociedad.

Provenía de una familia de la pequeña nobleza, pero muy pundonorosa, es decir que nos sentíamos comprometidos a vivir de modo que nuestra vida reportara honra a nosotros mismos y a nuestra estirpe. Me había educado en la corte de los Reyes Católicos al servicio de lo que ustedes llamarían el Ministro de Hacienda. El lema de estos reyes era plus ultra, que significa más allá. Para los antiguos, cuyo ámbito era el Mediterráneo, las columnas de Hércules, después del estrecho de Gibraltar, tenían adosadas esta leyenda: non plus ultra: no se puede ir más allá. Los Reyes Católicos, al tomar posesión de América, demostraron que siempre se puede ir más allá. Muchos peninsulares se habían acostumbrado al reino moro de Granada, al conquistarlo hicieron ver que es posible revertir las situaciones históricas. A su llegada al trono se encontraron una nobleza acostumbrada a ser ella su ley. La sometieron a las leyes del reino, mostrando que puede avanzarse en civilidad. Lo mismo hicieron reformando al clero y las órdenes religiosas o despejando de bandidos los caminos para que se incrementara la relación y el comercio o apadrinando la nueva universidad de Alcalá. Ése era también mi aire. Por eso, caído en desgracia mi protector, me puse al servicio del virrey de Navarra, que era el duque de Nájera. Le ayudé a conquistar esa ciudad y me empeñé en defender la capital, Pamplona, de un ejército muy superior a nuestras fuerzas. Ahí fue cuando una bola de cañón me deshizo una rodilla. Estuve en peligro de muerte, pero sané, gracias a Dios. Se me había pasado la fiebre, pero tuve que permanecer recostado varios meses hasta que los huesos se fortalecieran y me pudieran sostener. Continuará...

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