Ayer ya sabes que fue un día importante para la reciente historia de la humanidad: se conmemoraron los 20 años de un acontecimiento que cambió la faz del mundo: la caída o el derrumbe del muro de Berlín, símbolo de la posguerra mundial y de la Guerra Fría, y expresión acabada del sistema despótico que era sin duda el régimen comunista soviético y su órbita de países europeos. Yo viví aquel momento con emoción, sabiendo que asistía a uno de esos instantes únicos e históricos. Allí venció las ansias de libertad del ser humano frente a todo intento de acallarla por la fuerza de las armas. Y no hay que olvidar que la caída del muro de Berlín fue promovida unos años antes por el fallecido papa Juan Pablo II (inolvidable la primera visita a su Polonia natal, con millones de personas en las calles gritando “libertad”) y el sindicato polaco cristiano Solidaridad, además de otros agentes políticos y sociales.
Desgraciadamente, los muros no han desaparecido de nuestro mundo. Ahí está el muro de la vergüenza entre Israel y los palestinos, las vallas de norte de África y de Estados Unidos con México para impedir el paso de los inmigrantes, y todos esos muros que deberían indignarnos y sublevarnos como lo hicieron los alemanes: los grandes muros del hambre, de la desigualdad, de la discriminación, de las guerras, de los refugiados, de la violencia, del odio. Muros que edificamos primero en el corazón y que traspasamos a las familias, a las escuelas, a la sociedad. Muros que deben ser sustituidos, como dijo el papa Benedicto XVI, por puentes de reconciliación, justicia y paz. Puentes que sólo pueden ser edificados sobre la verdad, como acaba de reconocer el Gobierno del Salvador al responsabilizar al Estado como instigador de la muerte martirial del querido y aclamado ya como santo Monseñor Romero. Verdad y compromiso social que intentaron vivir en sus vidas dos grandes personajes mundiales que acaban de fallecer: el escritor español y premio Cervantes 1991 Francisco Ayala, a los 103 años, y el famoso filósofo estructuralista belga Claude Lévi-Strauss, a los 101 años de edad. Ambos intentaron dejar el mundo mejor de lo que lo encontraron, buscando el sentido de la vida, a través de diferentes caminos, pero siempre con una gran humanidad y una sincera búsqueda de la verdad.
Aunque no fueran muy religiosos explícitamente, dejaron un legado de honestidad y de servicio al bien común, invitándonos a intentar vivir como si la vida tuviera sentido, poniendo orden en este caos que es la existencia, como decía Lévi-Strauss. Porque al fin de cuentas es el amor que nos tenemos lo que da sentido a todo lo que vivimos y por lo que vivimos.
Y es que hay mucho bien en el mundo y mucha gente que se mueve para mejorarlo. Me ha llamado la atención la existencia de una organización llamada “Lo que de verdad importa”, y que trata de promover valores humanos entre los jóvenes a través de encuentros donde dan testimonio personas que son ejemplo de coraje, superación, esfuerzo y bondad humanos. Me impresionó lo que decía la modelo y actriz estadounidense Sharon Blynn, que padeció un cáncer de ovarios a los 20 años y, que tras superar la enfermedad, comenzó a ayudar a otras mujeres popularizando un símbolo: su calva. Dice ella: “Mi enfermedad me ha dado una energía renovada, pasión y una perspectiva de vida. He dado prioridad a un estilo de vida saludable mental, corporal y espiritualmente. He aprendido a amar, a cultivar mi vida día a día y a perseguir mis metas disfrutando cada momento”.
Una invitación a que tú y yo intentemos esta semana vivir desde esta pasión por amar y entregar lo mejor de nosotros mismos, a pesar de las dificultades y problemas que la existencia diaria nos depare. No dejes de luchar por tus ideales ni de perseguir tus sueños, sublevándote contra toda discriminación y marginación, tendiendo puentes de paz y perdón, acogiendo con una sonrisa a quien se te acerque cada día, en especial aquellos que más sufren y más te necesitan, abriendo tu mano solidaria al pobre, ofreciendo tu hombro de consuelo al que está solo, triste o desesperanzado. No te contagies del pesimismo, pronuncia palabras de ilusión y optimismo, riega tu vida y la vida de los demás con el agua refrescante de tu alegría, y no te enzarces en discusiones que enfrentan, sino en actos que construyen puentes de fraternidad, respetando las opiniones diferentes, y defendiendo siempre la verdad buscada entre todos. Sé persona de consenso y de diálogo, y une tus fuerzas a todos los que trabajan por la paz. Huye de lo grandilocuente y aparatoso, busca lo sencillo y a los sencillos, porque en ellos encontrarás la mayor sabiduría y la segura felicidad de vivir. Te envío también un adjunto que es un cuento sobre cómo podemos encontrar a Dios en las cosas y en las personas más sencillas, y una decálogo de la alegría que deseo te ayude disfrutar más de la vida, sembrando alegría a tu alrededor.
DECÁLOGO DE LA ALEGRÍA
1. La alegría pedirás a Dios cada mañana.
2. Calma y sonrisa mostrarás incluso cuando estés disgustado.
3. En tu corazón volverás a decir: Dios que me ama está siempre a mi lado.
4. Siempre verás el lado bueno de los demás.
5. La tristeza la echarás fuera de ti.
6. Evitarás quejas y críticas, porque no hay nada más deprimente que eso.
7. A tu trabajo cotidiano te dedicarás con un ánimo alegre y decidido.
8. A los nuevos y visitantes siempre acogerás con cariño.
9. Pensarás siempre en positivo.
10. Repartiendo alegría a los demás, siempre te sentirás bien contigo mismo.